Por Juliana Beltrán Martínez
Ese día, el clima era bastante caluroso, y solo encontraba alivio bajo la sombra que me brindaban aquellos frondosos árboles, y el viento que, de vez en cuando, cargado de un fino polvo, me golpeaba el rostro y me refrescaba.
El lugar era el de siempre, ameno y familiar, como caminar por la misma montaña donde, cientos de veces, ya había plasmado mis huellas, pero esta vez con un significado distinto. Como tomar un respiro y conectar con el espacio, mientras mi subconsciente se afanaba por descifrar el sentido de las columnas que sostenían los viejos muros.
Sin necesidad de que transcurriera mucho tiempo, el paisaje me contagió de una leve melancolía, como si anhelara que la naturaleza me abrazara y ayudara a reposar mis pensamientos, brindándome esa tranquilidad momentánea que mi mente cansada tanto reclamaba.
Y sin darme cuenta, me sentí vacía, atrapada en un círculo interminable de esfuerzos que desgastaban mi espíritu, nublaban mi vista y me hacían temerle a ese lugar; por sus historias, su pasado y por la oscuridad que lo envuelve cada que cae el sol.
Recorrer ese lugar era agotador, tanto que caminar se convertía en un dolor físico, llenando mis pies de heridas abiertas que, con sangre, empapaban el camino.
Pies encadenados de resignación, que sanaban al ritmo de los frutos que explotaban sobre el pavimento, impulsados por el fuerte descenso provocado por el viento.
Y cuando llegué a la cima, me detuve, y me invadió la tranquilidad de aquel lugar. A lo lejos pude ver cómo la altura de los verdes cultivos me marcaba el paso del tiempo, cual manecillas del reloj, a veces imperceptible, reflejando la fertilidad de la tierra.
Y eso era ese espacio, un lugar donde nacer, y plantarme, cual semilla que crece al son del sol, la tierra y las saladas gotas de lluvia. Guardando en cada rincón ese sabor a polvo y sudor. Un lugar que, al igual que aquella tierra fértil, me hacía sentir, germinar y florecer brillantemente.