Una travesía hacia el Lacides C. Bersal

Una travesía hacia el Lacides C. Bersal

Por Hugo Fernely Muñoz Jalal
—¡Papi, levántate, que ya están pasando los Lacideístas! —así me despertaba mi mamá todas las mañanas para ir al colegio, mientras me jalaba de los dedos gordos de los pies.

Cada día era una verdadera y fascinante aventura rumbo al Lacides. La travesía comenzaba a las 6:10 a. m., justo al salir de la casa donde vivíamos entonces, en el barrio San Miguel, en Lorica. Desde allí, me adentraba en una espesa selva llena de monstruos, que debía enfrentar con valor.

 

El camino era cruzado por una gran corriente de agua que caía desde una cascada gigante. Tres enormes rocas descansaban en medio del cauce, y yo debía saltar sobre cada una de ellas —una a una— para cruzar al otro lado, sano, salvo, y con mi morral intacto. Solo así podía seguir adelante en mi misión: llegar al Lacides.

 

Claro, todo aquello —la temida selva espesa, la gran cascada, los monstruos al acecho— solo existía en mi imaginación. En realidad, el camino al colegio no era más que un sendero de tierra amarilla oscura, rodeado de monte, árboles de mango y cercas de alambre de púas que delimitaban los patios de algunas casas.

 

A mitad del trayecto había lo que yo consideraba un bosque, y justo allí cruzaba un pequeño arroyuelo. Cuando llovía, se formaba una tenue corriente de agua, ni muy clara ni muy oscura; pero cuando no llovía, lo único que quedaba eran charquitos estancados. En ellos habitaban sapos, ranas, pececitos de charco, entre otras criaturitas de agua dulce. Por cierto… esos eran los monstruos a los que tanto temía. 

 

A ese mundo —con todos sus charcos, matojos y animales— yo le daba un nombre especial: Jumanji. Como la película de Robin Williams, que, para ese entonces aún estaba de moda. Para mí, aquello era una selva salvaje, mágica y peligrosa, poblada por criaturas que solo yo podía ver… y temer.

 

Aquella travesía era emocionante de principio a fin. Apenas daba mi primer paso sobre el caminito de tierra, perdía por completo la noción de la realidad. Ya no veía el suelo amarillo, ni el monte a los lados, ni los árboles de mango o las cercas de alambre de púas.

 

En su lugar, se abría ante mí un extenso sendero flanqueado por orquídeas gigantes y criaturas extrañas de tamaño colosal. Era como si, al posar la suela de mi zapato sobre los primeros centímetros del camino, un agujero negro me absorbiera y me transportara a otra dimensión.

 

En ese instante, comenzaba a sentir una tormenta de emociones dentro de mí: miedo, emoción, coraje, valentía… y, por supuesto, esa adrenalina que me recorría el cuerpo anticipando las aventuras que estaban por suceder.

 

Mientras caminaba, me divertía muchísimo tocando unas florecitas rosadas, pequeñas y en forma de bolitas, que se cerraban de inmediato al sentir mis dedos.

 

Para mí, no se cerraban: se dormían. Como si esperaran mi toque cada mañana, y se acurrucaran hasta el día siguiente para volver a saludarlas con otro toquecito, que no era de buenas noches, sino de buenos días.

 

Aquellas florecitas eran mis aliadas en ese viaje tenebroso. Me animaban. Me daban confianza. Sentía que al tocarlas me transmitían un tipo especial de poder… o tal vez, que les robaba su magia, y por eso se dormían tan rápido. No podría precisar qué pasaba con ellas, pero sí podría asegurar que ese poder que sentía que me trasmitían surtía efecto, pues a partir de ese punto del camino, me sentía envalentonado para continuar con esa aventura hacia mi colegio y con las fuerzas suficientes para afrontar lo que aconteciera durante el recorrido.

 

Así continuaba mi marcha, hasta llegar al punto crítico de ese viaje: el arroyo, el lugar donde debía reunir toda mi valentía y habilidades para enfrentar el verdadero reto… y a mis enemigos.

 

Tres piedras —alineadas a lo ancho del pequeño cauce— eran mi único puente. Hoy calculo que el arroyo no tendría más de un metro veinte, tal vez un metro treinta. Pero en mi mente, aquello era como pararme en la orilla del rio Amazonas.

 

Me detenía frente a la primera piedra, escaneando el terreno, atento a cualquier amenaza. Los “monstruos” —esos seres que habitaban en mi imaginación— estaban allí, ocultos en el agua; esperando cualquier paso en falso que yo diera para apoderarse de mi cuerpo y saciar su hambre feroz.

 

Luego de pensarlo por varios segundos y arroparme de todo el coraje y la valentía que podía, saltaba a la primera piedra. Luego a la segunda, diciéndome que ya casi lo lograba. Al llegar a la tercera, apretaba mi morral contra mi pecho, como si fuera un escudo que me protegiera de las miradas amenazantes que salían desde las profundidades de esas aguas.

 

Finalmente, con un último impulso, saltaba y tocaba tierra firme al otro lado. La satisfacción era indescriptible. Me sentía como Ulises, regresando de Troya después de mil batallas.

 

Nada mal para un niño de once años, con unos kilitos de más, que apenas comenzaba a vivir su sueño: el Lacides.

 

Superada con éxito la odisea del arroyo, lo siguiente era escalar una pendiente que casi siempre estaba cubierta de hojas secas de árboles de mango. Y cuando era temporada, no eran hojas, sino mangos esparcidos por el suelo, como si la naturaleza misma adornara mi llegada.

 

Al llegar a la cima —el final de mi recorrido— el sol ya comenzaba a despuntar con fuerza. Desde ese punto, al otro lado de La Calle de los Estudiantes, se podía ver el muro del colegio, pintado de verde biche y blanco, como una promesa cumplida.

 

También se divisaba claramente el portón de color rojo ladrillo, y, justo a su lado, aquella ventanita que tanto recuerdo, ubicada en lo que parecía una garita.

 

Sí, ya había atravesado mi infierno, superado el purgatorio… y ahora, por fin, el paraíso se alzaba ante mis ojos: ¡el Lacides C. Bersal!

 

Al cruzar el portón rojo ladrillo, lo primero que se veía al centro —entre dos hileras de salones— era el pedestal donde se alzaba, firme, la asta de la bandera. Allí se izaba el tricolor cuando la ocasión lo ameritaba, y también servía como tarima improvisada cuando el rector necesitaba dirigirse al estudiantado.

 

A la izquierda, a pocos metros de la entrada, estaba el lugar más temido por muchos —sobre todo por los varones—: la Prefectura. Ese despacho donde te sentaban en el banquillo de los acusados y te hacían firmar el libro, una especie de sentencia que seguramente traía problemas no solo en el colegio… sino también en casa. Quienes alguna vez estamparon su firma allí, saben perfectamente de qué hablo.

 

Más al fondo, flanqueada por aulas a ambos lados, se encontraba la biblioteca, con su característica ventana lateral de vidrio polarizado y la máquina del aire acondicionado instalada justo debajo.

 

A la derecha se encontraba el querido parquecito. Un rincón acogedor donde los estudiantes se sentaban a charlar durante los descansos, o simplemente esperaban el final de la jornada para regresar a casa. Allí también se daban las primeras conversaciones románticas: ese clásico “echar el cuento” a alguna muchacha.

 

Era un lugar hermoso, lleno de árboles de laurel y bancas pintadas de verde biche, que contrastaban armoniosamente con la vegetación del entorno. Un espacio tan cotidiano como entrañable.

 

No puedo negar que llegar al colegio cada día era, para mí, toda una diversión… y al mismo tiempo, un reto. Pero esa diversión no terminaba ahí —por supuesto que no—. Continuaba en cuanto entraba al salón, me sentaba en mi silla y me preparaba para enfrentar la jornada escolar y todo lo que viniera con ella.

 

Allí, la tertulia con mis compañeros era un ritual. Casi siempre, el tema principal era el fútbol —aunque, para ser sincero, nunca me apasionó mucho—, pero igual escuchaba atento las charlas de mis colegas.

 

Antes de iniciar la primera clase, solíamos reunirnos en un pequeño quiosco donde Agustín (q.e.p.d.) con su inseparable chacita nos acompañaba, y ahí seguíamos la charla animada.

 

Apenas comenzaba la primera hora, ya empezaba el ansia por que llegara la hora más esperada: el recreo.

 

Finalmente, el tan anhelado descanso llegaba y con él, el apuro por salir corriendo a comprar el menú de siempre. Cuando se llegó al grado 11°, el presupuesto había mejorado en gran medida y ya no eran los doscientos pesitos que me daban cuando comencé en sexto; ya era de quinientos pesos, los cuales rendían bastante. Con ese dinero, podía comprar un jugo de color naranja, irresistible —especialmente cuando el calor apretaba y la sed atacaba—. Este manjar lo vendía Renato, el famoso “Manchatripas”.

 

Con lo restante, compraba dos fritos: casi siempre una papa y un dedito de bocadillo, vendidos por un señor que se instalaba con su canastica al lado de la cancha de microfútbol. Disfrutaba cada bocado con ansias.

 

Claro, no faltaban los compañeros con un presupuesto más generoso, que pertenecían al selecto grupo que no tomaba “manchatripas”, sino jugos de cajita y papas de bolsa en el quiosco, donde también solían reunirse para charlar y compartir su merienda “refinada”. Por lo general, ese grupo estaba conformado mayormente por mujeres.

 

Terminada la hora feliz, el regreso a las aulas era un poco melancólico, casi decepcionante, porque tras ese buen rato de comida y conversación, debía cumplir con el deber de estudiante y continuar con la jornada escolar hasta que acabara.

 

Por suerte, mis profesores lograban convertir esas horas de clase en otra de las muchas diversiones Lacideístas de aquellos tiempos. Cómo olvidarlo.

 

Ese regreso al salón después del recreo también tenía algo místico, me atrevería a decir. Empezaba desde la cancha de microfútbol —para quienes salíamos, porque no faltaban los que preferían quedarse encerrados esperando las horas que faltaban— y, justo al pasar por la sala de profesores, me llamaba la atención un cuadro colgado en la pared.

 

En él aparecía un hombre de piel morena, vestido con sotana negra, un cabello totalmente blanco por las canas y una mirada inquisidora que me inquietaba. Siempre me preguntaba: ¿quién será ese señor? Hasta que un día alguien me explicó que era el padre Lacides Ceferino Bersal Rosi, y así entendí a quién rendía homenaje el nombre de nuestro colegio.

 

Todas esas experiencias quedaron grabadas en mi memoria y en lo más profundo de mi corazón. Sé que jamás se borrarán de ahí.

 

Con el paso del tiempo, y a medida que la adolescencia se abría camino, también comenzó a cambiar mi manera de entender la diversión. Fue un proceso lento, casi imperceptible, que se extendió desde sexto hasta grado once.

 

Un claro ejemplo de esas diversiones que tanto recuerdo son las semanas culturales, donde disfrutaba de las presentaciones literarias de otros estudiantes. Quizás, arropado por el manto de timidez que aún me cubría a los quince o dieciséis años, mi diversión consistía más en deleitarme observando y escuchando a los demás. Tal vez moría por hacer lo mismo, pero ese manto me ganaba la batalla. Prefería quedarme agazapado en la penumbra, en silencio, como un espectador embelesado que escuchaba, observaba… y sacaba sus propias conclusiones. Bellos momentos en el Aula Múltiple.

 

Podría seguir trayendo a la memoria miles de instantes que marcaron mi infancia, mi adolescencia y también el resto de mi vida, pero este relato se volvería interminable.

 

Después de todo, ¿qué más quiero lograr aquí que recordar esos colores que marcaron mi infancia y que, hoy, cada vez que escucho o leo la palabra Lacides, vuelven a latir en mi mente y en mi corazón: el verde biche y el blanco.

 

Así fue pasando el tiempo y, entre batallas y travesías, odiseas y sueños, transcurrieron seis años hasta que, finalmente, pude graduarme como bachiller académico.

 

El orgullo y la emoción que sentí ese día —el seis de diciembre de 2003— fueron infinitos: ya era un Lacideísta.

 

¡EUREKA!

4 Comments

  1. Martín Pérez

    Excelente texto. Muy sentido. Y de la narración, ni hablar; casi me pude imaginar tu periplo como si fuese yo quien lo vivió. Hugo tiene una pluma brillante y precisa. En este texto, nada sobra, nada está de más. Excelente.

  2. Hugo F. Muñoz Jalal

    Con todo mi cariño para mi amado y siempre recordado Lacides C. Bersal.

  3. Magaly Safar

    Faltó mencionar las innumerables bromas de los compañeros y esos grupitos que se formaban en cada esquina que tenían su escencia.
    Estaban las niñas que nunca hablaban pero una de ellas salió embarazada. El grupo de “machos alfa”, pero del desorden jajajaja.
    Los niños inteligentes y desordenados.
    Las niñas lindas, las niñas inteligentes….jajajaja

    El grupo de los bromistas fue mi preferido, hacían del 11a en el Lacides, una verdadera experiencia diaria, varios firmamos, pero hoy pienso que fue de las mejores experiencias, esa firma no definió quién era, ni quien sería, solo fue una firma para llamar al orden a un grupo de chicos y chicas con ganas de divertirse y ser felices en su último año.

    • Hugo F. Muñoz Jalal

      Siiiiiiii, tantas buenas memorias que dejó para siempre el Lacides C. Bersal.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *