Un cuento sobre vida, sabiduría y esperanza

Por Daniela Susana Guzmán Santos
Hace muchos años, en lo alto del Cerro Plateado, entre las nubes de la Cordillera Occidental, nació el Abuelo Atrato. Sus primeras gotas surgieron como suspiros de la montaña, y a medida que descendía, su cuerpo de agua creció en fuerza y sabiduría. Atrato no era un río cualquiera: era un ser viviente que entendía los secretos de la selva, los ciclos de la lluvia y los cantos de las aves. Cada vez que avanzaba, sembraba vida en los suelos, alimentaba los bosques y traía frescura a los pueblos dormidos bajo el sol tropical.
Desde su nacimiento, Atrato fue hogar de muchas comunidades. Afrocolombianos, indígenas Emberá y mestizos convivían junto a sus aguas, guiados por el ritmo del río. Las familias cultivaban plátanos, yuca, arroz y borojó en los suelos ricos de sedimentos. La agricultura era más que un trabajo: era un pacto de respeto con el abuelo, que les enseñaba a leer las lluvias y a escuchar el murmullo del viento antes de sembrar. Cada cosecha era una ofrenda de gratitud, y cada fruto era compartido en los mercados flotantes que viajaban de orilla a orilla en canoas artesanales.
El Atrato era la gran arteria del Chocó y de parte de Antioquia. No existían muchas carreteras, pero eso no importaba: el río era camino, árbol genealógico y canción. Embarcaciones grandes y pequeñas transportaban arroz, frutas, madera y tejidos. En sus riberas, ciudades como Quibdó y pueblos como Riosucio y Turbo crecían, alimentados por el flujo constante de mercancías y sueños. El Atrato era también maestro de saberes: enseñaba a los niños a navegar, a pescar, a respetar la fuerza de la corriente y a celebrar los días de crecida como milagros de abundancia.
Pero en los últimos tiempos, seres extraños llegaron a la cuenca del Atrato. Dragones de hierro, enormes retroexcavadoras, comenzaron a devorar los lechos de los ríos menores que alimentaban al abuelo. Buscaban oro y platino, sin entender el equilibrio sagrado que había tomado siglos en construirse. Sus bocas de metal arrancaban árboles, desplazaban peces, removían tierras, y vertían venenos como el mercurio en el agua. Atrato, herido, gritaba con crecidas violentas y aguas turbias, pero pocos escuchaban su dolor.
El abuelo veía con tristeza cómo la minería ilegal y mecanizada se extendía como una enfermedad. Grandes ganaderías tumbaban la selva para abrir pastizales, dejando la tierra desnuda y expuesta. En Quibdó, Riosucio, Vigía del Fuerte y otros lugares, los pueblos empezaban a sufrir: la pesca escaseaba, los cultivos se morían, el agua ya no era limpia. Atrato sentía que cada golpe a su cuerpo era también un golpe a sus hijos, y que si él moría, todo el Chocó moría con él.
Un rayo de esperanza llegó en 2016, cuando la Corte Constitucional de Colombia, en una sentencia histórica, declaró que el Atrato era un “Sujeto de Derechos”. Reconocieron que no era solo agua, sino un ser que debía ser protegido, restaurado y cuidado. Ahora el abuelo tenía voz legal, y las comunidades afrodescendientes e indígenas fueron nombradas guardianes de su vida. Sin embargo, el abuelo sabía que las palabras en papeles no bastaban: el verdadero cambio debía nacer del corazón de su gente.
Bajo una noche estrellada, Atrato se manifestó ante sus hijos. Reunió a agricultores, pescadores, niños, ancianos, maestros y comerciantes en una gran playa iluminada por la luna. Con su voz profunda, dijo:
“Les he dado caminos, peces, tierras y vida. Ahora les pido que me devuelvan la gratitud sembrando respetuosamente, pescando sabiamente, criando animales sin destruir, extrayendo minerales solo donde y como sea justo. Solo así renaceremos juntos“.
Los pueblos lloraron y juraron protegerlo.
Desde aquel llamado, algunos corazones despertaron. Volvieron los cultivos tradicionales, las redes de pesca se usaron con respeto, los niños aprendieron a sembrar árboles y a cantar las canciones del río. En las escuelas, los maestros enseñaban que Atrato no era solo geografía, sino parte de su alma. Algunas comunidades expulsaron las dragas ilegales, y lucharon por recuperar las aguas limpias. Aunque el camino era largo y difícil, cada gota de amor regresada al abuelo fortalecía su corazón.
Hoy, el abuelo Atrato sigue fluyendo. Aún lleva en su corriente historias de lucha, amor, sabiduría y resistencia. Enseña que quien cuida al río, cuida su historia, su futuro y su propia vida.
El Abuelo Atrato, eterno y paciente, susurra a quienes quieran oírlo:
“Soy vida. Soy casa. Soy memoria. Protégeme, y juntos seremos eternos”.