Para mi flor sin retoño, doblemente flor favorita
Por Jeisson Acosta
I: El preludio de Cardiza
En un primer momento, las contemplaciones de razón para entender la inmensa bondad de nuestro Señor y Padre creador se convirtieron en un ejercicio inútil de constantes molestias en el alma para Cardiza. Su corazón estaba demasiado desgarrado para hallar consuelo en las palabras escasas y raras de los sacerdotes de buen corazón; y la fe, que alguna vez la sostuvo, ahora le parecía un residuo distante de lo que fue en los mejores momentos. Sin embargo, hubo un tiempo, muy remoto y lejano, en que Cardiza no era solo la sombra que más tarde llegaríamos a conocer con mayor claridad, conforme ella misma lo revelaría.
Él llegó en una tarde de verano, cuando las hojas apenas se movían con la brisa. Su nombre era Anteriom, un viajero de mirada insondable, triste y con voz grave que parecía contener todos los secretos del universo y eso a ella la enloquecía de amor y extrema curiosidad. Cuando sus ojos se encontraron, el tiempo dejó de existir y solo lo detuvo su olor de infinito de menestral. Para Cardiza, Anteriom era un espejismo hecho carne con destellos de los más preciosos elementos del cosmos; alguien cuya presencia llenaba cada rincón vacío de su alma, y en realidad eso era completamente casi que imposible. Él no solo la amaba; la veneraba, como si ella fuera un ser fuera de este mundo, aquel hombre de postura desastrosa e imponente voluntad y tenía la virtud coincidir con ella en los momentos menos transcendentales y volverlos absolutamente legendarios para ella, y a veces ella creía que para él también lo eran.
Cardiza, con su belleza descomunal y exótica, tenía algo que desafiaba las leyes de la naturaleza y las del mismo deseo. Su piel parecía brillar bajo la luna incluso en las noches en que esta se ausentaba; sus ojos eran abismos en los que cualquier hombre podía perderse y encontrarse con un paraíso custodiado por quienes lo habían guardado en secretos insondables. Su voz, al hablar, tenía el poder de calmar tormentas internas y consolar a poblaciones enteras tras grandes diásporas. No era solo hermosa; era absolutamente sobrenatural, un misterio indescifrable que el mismo Anteriom intentaba comprender y tasar, una tarea casi imposible.
Sin embargo, el amor entre ellos, aunque parecía indestructible, estaba destinado a fracasar desde el primer instante en que sus miradas se cruzaron. Anteriom, a pesar de su apariencia humana, cargaba con una maldición ancestral que lo condenaba a devorar la luz de aquellos que lograban amarle, arrastrándolos lentamente hacia el abismo de su propia oscuridad. Cardiza, radiante y luminosa, no fue la excepción. Aunque su amor al principio la envolvió en una marea de éxtasis, pintándole un mundo repleto de colores vivos y posibilidades inimaginables, ese resplandor pronto comenzó a apagarse. El destino, implacable como siempre, se presentó como un verdugo silencioso. Cada día que pasaba a su lado, el fulgor que la caracterizaba se desvanecía poco a poco, reemplazado por una sombra que parecía abrazarla desde dentro. Cardiza sentía el peso invisible de algo que no lograba comprender del todo, pero que sabía imposible de detener. Su risa, antes brillante y contagiosa, se tornó en susurros melancólicos; sus sueños, otrora vastos y ambiciosos, se redujeron a fragmentos rotos que no lograba recomponer. El precio del amor era demasiado alto, pero ella, aunque lo supiera, ya no tenía fuerzas para huir. Había sido atrapada por el hechizo de un amor que, en lugar de salvarla, la consumía lentamente, hasta dejarla vacía, como una estrella que pierde su luz en el frío perdurable.
Una noche, mientras paseaban bajo un cielo lleno de estrellas, Anteriom le confesó su temor. “Cardiza, mi amor no te salvará; te destruirá”. Pero ella, cegada por su devoción, le sonrió con dulzura y le dijo: “Si mi destrucción significa amarte, entonces bienvenida sea”.
El día de su separación llegó con una tormenta que parecía arrancar el mundo. Anteriom desapareció, dejando tras de sí solo un susurro: “Perdóname”. Cardiza, consumida por el dolor, se arrodilló ante el altar de su fe rota y pidió una única cosa: que su amor no fuera en vano. Fue entonces cuando sucedió lo imposible.
La belleza de Cardiza trascendió su forma humana. Sus ojos se tornaron como estrellas fugaces, su piel adquirió el resplandor de la luna, y de su espalda emergieron alas, tan etéreas como el amanecer. Se había transformado en un ángel, no por un deseo divino, sino por el amor que la había desbordado, convirtiéndola en algo más que humana.
Pero su transformación vino acompañada de una condena: ahora era incapaz de amar de nuevo, pues cada fibra de su ser celestial estaba dedicada al recuerdo de Lucian. Voló hasta los confines del cielo, buscando rastros de él en cada rincón del universo, pero jamás lo encontró. Desde entonces, Cardiza vaga entre los mundos, un ser celestial cuya belleza puede deslumbrar a cualquiera, pero cuya soledad es un peso que ningún mortal podría soportar.
Y así, el preludio de su historia se cerró, dando paso a los capítulos de tragedia y redención que conocemos.
II: Barro olvido
Y un día, Cardiza recordó al hombre que más amó. La memoria lo atravesó como un relámpago, encendiendo en su pecho el dolor de no tenerlo, de haberlo perdido o quizás jamás haberlo poseído del todo. Sin embargo, el amor seguía intacto, tan feroz como el día en que comprendió que era suyo. Y lloró, no por debilidad, sino por la amarga certeza de que no todos merecen ser amados. Porque amar es un privilegio, y mucho más cuando es un dios quien extiende su amor.
Cardiza podía recordar cada palabra de él y cada momento en que no fue correspondida. Estaba cansada de comprender, y esta vez, desde ese cansancio, comprendió algo más profundo: no había cielo, tierra o infierno capaces de contener su inmensa capacidad de amar. Le tocó entonces amarse a sí misma, un acto que le dolió profundamente. Sufrió, porque no encontraba sentido en aquel don que la llevaba a amar a todos más que a sí misma.
Esa capacidad, tan contraria a la naturaleza, se sintió como una bendición maldita. Con el tiempo, se convirtió en un precepto que Abraham dividiría en dos mandamientos:
1. Amarás al Señor tu Dios sobre todas las cosas, incluso más que a ti mismo.
2. Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Cardiza, cargada de soledad y desengaño, veía cómo los hombres llenaban sus bocas de palabras huecas, diciendo amar a Dios. Pero ¿qué es amar? Amar no es pronunciar un nombre, ni alzar la voz en templos vacíos. Amar es volverse ceniza por otro, es entregarse sin esperar retorno. Y en su divinidad, Cardiza supo que nadie la amaba de verdad, porque amarla era demasiado para seres hechos de barro y olvido.
Así, mientras los hombres proclamaban su fe, ella, en su inmortalidad, descubrió el peso de un amor infinito que no podía compartirse ni devolverse. En esa soledad absoluta, Cardiza entendió que su don, aquel que parecía una bendición, era en realidad una prueba eterna. Y decidió amar, aun sabiendo que ese amor no encontraría eco, porque amar, aunque fuese sola, era su esencia y su condena.
III: Cardiza y el reemplazo de las lágrimas
Un día, Cardiza se despertó con el alma desgarrada, como si en sus sueños hubiese asistido a su propio entierro, un entierro enrarecido y vacío, donde las lágrimas no eran más que el rocío frío de una mañana sin sol. La lluvia le pegaba su ventana con una cadencia lenta, casi hipnótica pero insistente, como si cada gota fuera un susurro húmedo resonando con el compás de su desconsuelo. Era como si el cristal, empañado por las gotas, reflejara no solo el gris del cielo, sino el peso de las ansiedades que como raíces podridas se habían entrelazado con cada rincón de su ser, asfixiándolo desde dentro. Su respiración era entrecortada, casi desgastada, y llevaba consigo un sabor metálico en la boca, rastro de las noches insomnes y del tabaco que consumía no por placer, sino como un rito íntimo de autodestrucción, un intento silencioso de convertir su angustia en cenizas. El aire en la habitación se sentía pesado, cargado de silencios y de un vacío tan denso que parecía llenar cada esquina, envolviéndola en un abrazo de tristeza infinita que la acompañaba incluso al despertar.
Cardiza no podía llorar, pero sus conversaciones internas la destruían de una manera inimaginable, y nunca se equivocaba con ninguna de ellas. Más para su desdicha, la revuelta de ánimos malsanos era como frutillas viejas y sin un buen aroma. Así pues, caminó toda la noche y el día sin levantarse de su cama; se veía muy agotada en el reflejo. No obstante, con sus últimas fuerzas se colocó las patas de arpía que todo el pueblo le había asignado, junto con las meras señalaciones de hereje y espantosa hija del mismo infierno.
Abandonó la postración deprimente de meses y se acercó a la noche desde su ventana, olvidada por el amor, y vio al cielo. Después de varias horas, la misma soledad le habló con palabras dulces:
“A veces, los deseos se vuelven realidad cuando se les pide a la estrella correcta, y casi siempre, esa estrella es uno mismo.
De dónde encontró las alas de querubín no lo sabemos en realidad, pero hallamos la fantasía del momento en que despertó y, después de 40 días y 40 noches sin una sola gota de agua, pudo abandonar todo, pero nunca su propia voluntad de poder.
Acompañada de una escuálida y demacrada apariencia, de quien habita en las calles abrazada de dulzuras efímeras, se desplazó con un hedor a “mierda santa”. Entre las lenguas más pervertidas, caminó sin recibir una sola palabra de deseo. Sin embargo, todos la miraron con extrañeza porque, por vez primera, se encontraron con la apariencia de un ángel al cual nadie quería pedir su bendición o la intervención de su celeste encomienda.
De pie frente al altar de nuestro Señor Dios, ella se bañó con agua del mar, y los sacerdotes, quienes conocían su procedencia, tomaron los desechos y, como agua bendita traída desde el mismísimo Vaticano, la vendieron a los personajes más ricos de todo el departamento. Cardiza imploró perdón por todos sus pecados, pero el único pecado que ella había cometido era creer que Dios tenía la fuerza para perdonarla; no era aquella tarea una faena para su Diosillo.
876,000 horas después, agarró unos pergaminos escritos en sánscrito, su lengua nativa, y entendió la historia de aquella casa majestuosa y gigantesca a la que el olvido y el polvo solo le daban un carácter de permanencia. Justo después de leerla, encontró una melodía tocada por un anciano cimarrón con manos de doncella, y lo colmó de un sentimiento tan puro que era justo compararlo con un recién nacido.
Finalmente, sacudió sus alas con rumbo hacia el cielo, y esa fue la última curiosidad que le acompañó. En medio del recorrido de aquel momento sin retorno, conoció a un tripulante con una enorme capacidad de susurrar con voz fuerte. Le elevó los niveles de lujuria al máximo, y, entre tropiezos, encontró la pasión de su alma: una oscuridad que agitaba la respiración de los demás, con el imaginario caos de amor entre los muy desconocidos.
¿Nos cuidamos de no ser sonrisas y atenciones cuando desatendemos nuestra esencia primordial? La verdad es que, sin aquel sufrimiento, Cardiza no hubiese sido quien creó una nueva Diosa y le enseñó a amar, pues esta deidad sí vino de un vientre. Pero al despertar como creadora, entendió también su condena: su existencia había sido solo un sacrificio para engendrar a una deidad que jamás la recordaría.
Cardiza, olvidada incluso por su propia creación, regresó al altar una última vez. Allí, tomó el agua maldita que los sacerdotes habían comerciado y la vertió sobre su cuerpo. Mientras la piel se corroía en un acto de redención absurda, solo murmuró:
“Al menos ahora sabré qué se siente ser nada, como todo lo demás que he amado.
Y así, su forma mortal se deshizo en el suelo sagrado, pero nadie miró las cenizas con reverencia. Solo las barrió el viento, llevándolas lejos, al vacío eterno.