El bollo dulce corralero: una receta de antaño

El bollo dulce corralero: una receta de antaño

Por Martín Pérez Peñata

Juancho era un pela’ito de esos del pueblo, de su casa. Le encantaba el calor hogareño y el inconfundible sabor del campo; ese arroz cocido a leña, ese sancocho de gallina hecho por la abuela y el delicioso plato especial: el bollo dulce corralero, ese que solo se hace en su tierra, Purísima.

 

 

Se vino el festival del bollo dulce en su tierra y preparando todo para festejar con el resto del pueblo, Juancho y su familia se disponían a preparar el plato ancestral que venía de generación en generación: la receta del bollo dulce.

 

 

En un acto imperativo la madre de Juancho solicitó su ayuda en la cocina:

 

 

—Mijo, ven acá, hazme el favor —sentenció ella.

 

 

—Dígame, amá —respondió Juancho intrigado.

 

 

Arranca de la mata e’ mai’ esa unas cuantas mazorcas pa hacer el bollo. Corre —ordenó ella.

Juancho hizo caso y rápidamente fue por las mazorcas que su madre, una mujer alta, trigueña y de caderas anchas y paso firme, le pidió. En cuanto estuvo allá, arrancó las necesarias y volvió con el mandado.

 

 

—Bueno —dijo su madre—, ahora busca, allá en la cocina, el azúcar, porfa…

 

 

Ni corto ni perezoso, Juancho se lanzó a la cocina como un velocista en busca del azúcar para la receta.

 

 

—Mire, amá, acá la tengo —le dijo Juancho a su madre extendiéndole el brazo con un frasco de vidrio en su mano.

 

­—Gracias, mijito —respondió ella con la cabeza llena de cosas.

 

 

Juancho se sentó en un taburete que estaba pegado junto al horcón de mora que sostenía el rancho mientras contemplaba a su madre dándole vida —más que a una receta de cocina o aun mero plato hacho a base de maíz— a una tradición, a un plato que trasciende cualquier mero gusto gastronómico, ella le estaba dando vida a una identidad, a una identificación que los presentaba ante el mundo entero y que decía —desde su envoltura hasta su amarre—: yo soy purisimero.

 

 

—Juancho, mi amor —llamó su madre al pequeño—, tráeme la sal de cocina, porfa.

 

 

—Voy, ma —respondió el cabezón.

 

 

Trae también el bicarbonato, oíste…

 

 

Juancho afirmó con la cabeza y se dirigió a la cocina por los ingredientes restantes para comenzar la elaboración de los bollos.

 

 

—Ma, cómo hace los bollos —preguntó Juancho con una curiosidad incontenible.

 

 

—Es fácil, amorcito —respondió ella con una sonrisa maternal—, ¿quieres intentarlo esta vez?

—Sí, sí, sí, sí —reiteró Juancho entusiasmado por lo que se venía.

 

 

—Bueno. Lávate las manos primero —indicó la trigueña de caderas anchas.

 

 

Juancho fue siguiendo al pie de la letra las órdenes de su madre.

 

 

Desgrana la mazorca en esta totuma, necesitamos el maíz aparte de la tusa para los bollos.

Juancho iba siguiendo las indicaciones de su madre, quien le parecía, además de hermosa, una erudita en todo el sentido de la palabra.

 

 

—¿Listo? —preguntó le preguntó su madre.

 

 

Y Juancho moviendo la cabeza en repetidas ocasiones y con una sonrisa de oreja a oreja asintió.

 

 

—Ahora muele el mai’, yo te agarro la paila grande esta —indicó la madre del conocimiento y madre de Juancho.

 

 

Mientras Juancho iba moliendo el maíz, su madre se dedicaba a preparar un jugo de panela para el calor intenso que estaba haciendo ese día.

 

 

—Mami, mami, ya terminé —informó Juancho a su madre.

 

 

—Bien. Ahora echa agua en esta olla y la ponla en el fogón para que hierva.

 

 

Juancho se quedó jugando con una cabra que estaba en el patio mientras el agua llegase a su punto de ebullición y comenzaran a salir esas «burbujitas», como le solía llamar él.

 

 

—Mijo —llamó la chef a su cocinero estrella al ver que el agua ya ebullía—, echa el mai’ en la olla y revuélvelo.

 

 

Juancho hizo caso y se puso en la tarea de revolver esa mezcla que se veía extraña. Enérgicamente hacía su tarea y veía cómo, poco a poco, se iba viendo como una mazamorra.

 

 

—Ay, ma, ya me duele el brazo —se quejó Juancho luego de unos minutos de acción.

 

 

Entre risas, su madre le dijo que era normal, pues nunca había experimentado mover una sustancia tanto tiempo al calor del fuego. La prurisimera salerosa terminó de homogenizar el maíz con el agua hirviente, humeante. Mientras, Juancho veía con el ceño fruncido por el dolor en su hombro.

 

 

—Ven acá, Juancho, echa media taza bicarbonato, media de sal y una de azúcar —sentenció la madre del cocinero en proceso para motivarlo a seguir con la receta.

 

 

Juancho se levantó del taburete en el que estaba sentado y caminó hasta su madre.

 

 

Mezcla muy bien los ingredientes —le dijo—, es importante que lo hagas bien, porque si no, pailas.

 

 

El niño animado comenzó su siguiente deber como aprendiz y revolvió todo con una energía inquebrantable.

 

 

—Listo, mijo. Abre las hojas de las mazorcas y echa un poquito de la mezcla en ellas.

 

 

—¿Así, mami? —preguntó Juancho.

 

 

—Sí, así, mijito —le respondió su madre.

 

 

Envuélvelo con la hoja y amárralo con esta pita. Amárralo bien, que no se vaya a soltar después —le indicó minuciosamente a su hijo.

 

 

Así lo hizo Juancho. Se tardó 20 minutos en envolver y amarrar todos los bollos bajo la supervisión de la chef estrella que lo observaba detenidamente desde un costado de la mesa.

 

 

Mete los bollos en esta olla, mijo, y ponlos a cocinar en el fogón —procedió la madre de Juancho culminando la preparación del platillo.

 

 

—¿Cuánto tiempo de dejan ahí, mamá? —preguntó Juancho.

 

 

­—Espera media o una hora completa, mijo —respondió ella a la duda del chico.

 

 

Se iba poniendo el sol; ya los pollos, las gallinas, los patos y los pavos se hacían en fila india para trepar el árbol en el que pasarían la noche. Juancho estaba al regazo el de su madre. Ella de lada besos en la frente y le hacía mimos.

 

 

Revisa los bollos, mijo, ya pasaron más de los cuarenta minutos, ya deben estar —ordenó la matrona a su subordinado.

 

 

Juancho revisó los bollos, y en efecto, ya estaban listo, se habían cocido perfectamente. De la olla salió un vapor agradable, grato que hizo sonreír a Juancho de una manera que jamás lo había hecho. Resulta que ahora él se había convertido en portador la receta que le daba vida a la cultura.

 

 

Sácalos de la olla, mijo —le ordenó su madre.

 

 

—¿Y ahora qué, mamá?, ¿los puedo probar? —preguntó impaciente el niño.

 

 

—No, bebé —respondió su madre mientras le acariciaba el cabello— espera a que se enfríen.

 

 

La espera se hizo eterna. Juancho estaba quieto, expectante, viendo los bollos hasta que estos estuvieran a una temperatura apta para comer.

 

 

—Juancho, mi vida —dijo la madre del pequeño—, ya están listo para comer.

 

 

—Ay, ma, están riquísimos —comentó Juancho al probar los bollos con un brillo sinigual en sus ojos.

 

 

—Y listo, mi niño, así se hace el bollo dulce corralero —dijo la madre de la receta con una sonrisa brillante en su rostro mientras le daba un bocado del provocativo bollo a Juancho, el aprendiz que se regocijaba ante el sabor de su tierra.

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