Por Martín Pérez
Querida tú,
Parece que fue ayer cuando te vi por primera vez; ibas con unos pantalones beige y un suéter negro que moldeaban tu figura; tu suéter, pegado a tu piel, resaltaba tus curvas, y el pantalón tus caderas anchas y voluminosas (no sé si pienso esto porque me gustó o porque estoy enamorado). Tu piel, morena, casi como el color de la canela, aún lo recuerdo bien. Tu rostro iba uniformemente maquillado, me pareció hermoso; tenías los labios color carmesí, ese rojo intenso me estremeció por dentro; tus ojos, detrás de tus lentes, iban cuidadosamente delineados, su contorno marcaba un delgado camino hacia el cielo; tus mejillas, ruborizadas por el cosmético, te dieron ese toque angelical e inocente que tanto me encantó; tu cabello, tan largo como la noche, oscuro desde la raíz, pero bermejo en sus puntas, representó la cumbre de mi locura (ay, tu cabello). Después me hablaste, y mientras lo hacías, un sonido tenue y melifluo me colmó de tranquilidad y serenidad. Esa noche fuiste como un bálsamo para mi alma, para mi espíritu, y desde entonces, se me alegró la vida. Aquel jueves por la noche, no sé si tú recuerdes cómo iba vestido, pero te aseguro que no he cambiado mucho. Sigo siendo el mismo de hace meses, a diferencia de ti, por supuesto, que cada semana te veo más bella que la anterior. En todo caso, si te olvidaste de mí, de mi rostro, de cómo me veo, te haré una breve descripción:
Mi pelo ahora está más corto, pero sigue igual desordenado y despeinado cuando me bajo del bus (aún no logro evitar que eso pase), te espera, espera que tus manos suaves con dedos frágiles, lo manipulen a su antojo cuantas veces quieran; mis ojos, astigmáticos y miopes, siguen viéndote a ti incluso en un salón atiborrado de gente, mi mirada despreocupada y distraída no te pierde ni un solo segundo; mis labios, rosados y pequeños, siguen anhelando un beso tuyo, que tus labios llenos de ese rojo intenso toquen a ese pálido e insípido pedazo de piel, un beso que a cualquiera volvería loco; mi boca, tímida y retraída como el carajo, que cada vez que te ve, inconscientemente, esboza una sonrisa; mi espalda, inclinada hacia adelante, sigue cargando con el peso que representa verte cada jueves sin confesarte que te amo, que me muero por ti; mis brazos, delgados y lánguidos que casi parecen espagueti, esperan por abrazarte, aferrarte a ti sin condiciones ni preámbulos; mis piernas, algo magras, se fortalecen con el paso de los días, se preparan para el gran momento, para emprender una carrera hacia ti y todas tus virtudes.
Espero haberte refrescado la memoria. Este soy yo, un tipo corriente, pero que, a tu lado, sería un ser extraordinario, arrasador, robusto, vigoroso…
Queriéndote desde el silencio, y hoy más que nunca,
Martín